jueves, 4 de diciembre de 2008

lasaña de koala

Después de amenazar al hombre más guapo del mundo con el mazo del mortero, el bicho se encerró (ja ja) en la minicocina, me revolvió todos los cacharros, husmeó en todos los armarios, encontro ingredientes que hacía meses que no usaba, se ensució su lindo pelo, metió las manos en todos los botes, desenterró sartenes y ollas... y en una hora y media de ajetreo, tenía preparados todos los interiores de una lasaña. No puedo decir qué llevaba porque no estaba delante, pero sé que allí había carne picada y que en un momento dado me llamó al trabajo para preguntarme por la nuez moscada y un rallador.

La pasta era fresca, señor Maculi, de La Casa della Pasta. Por echar una manita, y más bien porque luego no me acusara de que lo había tenido encerrado entre esas cuatro (dos) paredes explotando su gracia cocinera, le cocí la pasta. Cadena de montaje en un momento, señores, que la cosa dio para dos lasañas y aún nos sobró para más. Esta tarea daba para desatar la imaginación, ya que la pasta venía en una sola lámina que tenías que cortar a tu antojo, y cuando las fuentes de tu casa son ovaladas, esto es una ventaja que te cagas.

El resultado agradó mucho a nuestros estómagos, que pedían desde hacía meses la mano del hispano-germano para satisfacerles. Para hacerme un poco la pelota y supongo que para que no me mosqueara por las torres de cacharros por fregar que me había dejado, el rubiales dibujó mi nombre en la lasaña con trozos de pasta que sobraron. Todo un detalle. Lástima que no tenga foto de eso.

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